miércoles, 29 de octubre de 2014

La delirante aventura de viajar por la carretera Oriental

A lo largo de los 180 kilómetros que hay entre Barranquilla y Ovejas los viajeros deben afrontar tramos con huecos, fisuras, obras y precipicios


En dos casetas maltrechas rodeadas de huecos cobran el peaje más caro entre Barranquilla y Ovejas: el de El Carmen de Bolívar. Paradójicamente, para recorrer esa ruta de 180 kilómetros los conductores deben atravesar tramos plagados de huecos y fisuras que dificultan el paso.

Esquivar los daños de la Vía Oriental no es fácil. La carretera está desnuda por pedazos. De un momento a otro los carriles pierden la línea que los divide. El asfalto desaparece. El panorama pasa de negro a marrón. Puro polvo y arena invaden la troncal.
Pareciera que un topo hubiera escarbado por los costados, dejando pilas de tierra en las orillas de la ruta.
Los viajeros que van de Barranquilla a Ovejas por primera vez no comprenden por qué el recorrido es tan variable. A bordo de cualquier medio de transporte, ya sea las populares vans puerta a puerta, mototaxis, los buses de empresas interdepartamentales o intermunicipales o vehículos particulares, es igual la incomodidad de sentir que van sobre una especie de montaña rusa. Una donde el riesgo no es un juego.
EL HERALDO comenzó la travesía para retratar el estado de esta carretera en la vía al aeropuerto Ernesto Cortissoz. A pocos metros de la entrada a Malambo, Atlántico, está la primera cámara de detección electrónica. Allí, en horas pico se registra congestión. Buses de servicio público y taxis colectivos se agrupan en el sector y retrasan el trayecto.
De repente la vía se ensancha y se vuelve de seis carriles. El cambio es temporal, solo por la llegada al primer peaje de la ruta, el de Sabanagrande.
Pese a que no está en funcionamiento, la sensación de que la vía es más amplia favorece a los conductores. Está cerrado debido a la polémica que suscitó su ubicación y el posible cobro a los habitantes de Palmar de Varela, Santo Tomás y Sabanagrande, quienes protestaron en junio de 2012 y amenazaron con tumbar la estructura construida por la empresa contratista, Autopistas del Sol S.A., dentro de la concesión de la Ruta Caribe.

El acuerdo de una tarifa preferencial para los residentes de esos municipios, mediado por el gobernador del Atlántico, José Antonio Segebre, logró apaciguar la discusión. Los viajeros celebran el pasar invictos por ese peaje, pues de ser obligatorio incrementaría el valor de los pasajes.
Pasados los 10,8 kilómetros de Barranquilla a Sabanagrande, todavía hay reductores de velocidad. En la nueva calzada a Palmar de Varela todo parece estar bien, hasta que llega el segundo peaje, el de Ponedera, también de la concesión Ruta Caribe S.A.,  apenas a unos 25 kilómetros del de Sabanagrande.
Aunque no hay una norma vigente dentro del Código Nacional de Tránsito Terrestre que regule la distancia permitida entre los peajes, en promedio, cada 35 kilómetros hay ubicado uno de estos en Colombia; mientras que en otros países de Latinoamérica están entre 100 y 120 kilómetros de distancia uno de otro.
Por el paso de una camioneta particular hay que pagar $6.800. El comprobante indica que la administración está a cargo de la Fiduciaria Bogotá S.A. y que está vigilado por la Superintendencia de Transporte y la Agencia Nacional de Infraestructura (ANI).
En los 14 kilómetros entre Ponedera y Bohórquez se puede ver el negocio del que viven la mayoría de los campesinos de Puerto Giraldo, la venta de leche. Ellos dicen estar afectados por la falta de reductores de velocidad en ese tramo. A pocos kilómetros aparece una anciana sobre una mecedora amarilla, en el borde de la vía. Los carros le pitan. Arriesga su vida para poder vender.
En 2012 el Instituto Nacional de Vías (Invías) invirtió $15.228 millones en el mantenimiento y rehabilitación del tramo Carreto-Calamar-Barranquilla, a través del contratista Valores y Contratos (Valorcon). Hoy en la vía aparecen fisuras.
La camioneta empieza a tambalearse. Los pasajeros saltan sobre los asientos. Pareciera que las llantas estuvieran pasando por encima de muchos policías acostados seguidamente, pero se trata de los resaltos en la carretera.
Fisuras de más de cinco metros de largo y huecos en los que cabe una llanta de tractomula comienzan a aparecer. Son como cráteres en los que se detienen a la fuerza los carros que van de prisa. En este tramo hay más de seis huecos. La vía muestra un deterioro evidente.
El ingeniero José Angulo, de la firma Valores y Contratos, el concesionario encargado del realce de 10 kilómetros en la vía Puerto Giraldo - Carreto (Bolívar), dice que en las obras de rellenos del terraplén la inversión es de unos $22.000 millones.
“Tenemos programado terminar en diciembre, depende de la intensidad de la lluvia. En algunos puntos elevamos la vía 71 centímetros y en otros hasta un metro para que el agua no la sobrepase”, explica Angulo.
El cierre de un carril En Puerto Giraldo obliga a esperar para poder pasar. Nos retrasamos unos 25 minutos. Hasta el momento llevamos tres horas y media de viaje, con paradas incluidas. El lapso ideal entre Ovejas y Barranquilla es de 3 horas y 15 minutos, sin contratiempos, pero eso no se cumpliría nunca a menos de que la vía estuviera perfecta.

Llegamos a Bohórquez. En el último corregimiento del Atlántico dentro del recorrido encontramos la llantería que saca de apuros a los conductores que se quedan varados en plena carretera. Luego encontramos el puente de Calamar, Bolívar, donde hay barandas rotas. Parece que el daño fue producto de un choque vehicular.
Después está el peaje de Calamar a cargo del Invías y de Odinsa Proyectos S.A. Entre este y el de Ponedera hay unos 40 kilómetros. Pagamos $6.600. Si bien la tarifa depende del tipo de vehículo, es $200 más económico que el anterior. El de Calamar tiene tres carriles y dos garitas.
Entre los 57 kilómetros que hay de Calamar a San Jacinto aparecen las historias de los comerciantes afectados por la falta de clientes. Dicen que ya no venden tanto como antes porque los conductores intentan recuperar el tiempo perdido y pasan a gran velocidad.
A pocos metros de la entrada a El Carmen de Bolívar hay un camino lleno de trupillos. Un microclima en el que la idea de estar en un bosque tropical se hace realidad. El ambiente es fresco y la carretera luce bien.
En el peaje de El Carmen vuelven los huecos. Los vendedores de diabolines, rosquitas y almojábanas se abalanzan sobre los vehículos para tratar de vender algo. Esta parada resulta $400 más cara que el peaje anterior. También es administrada por el Invías y Odinsa Proyectos S.A. Entre más avanzamos más costosos y deteriorados están los peajes.
A 33 kilómetros está Ovejas, Sucre. Para llegar allá perdimos casi 20 minutos más mientras un voluntario intentaba regular el tráfico a cambio de unas monedas, pues un precipicio obliga a los conductores a usar un solo carril. De no ser por la labor de este grupo de desempleados que se rebusca a pleno sol, los accidentes serían pan de cada día en esa zona. “El Invías promete, pero no cumple. Los topógrafos miden y dicen que van a reparar esto y no lo hacen”, comenta uno de los ‘paleteros’.
Con dos horas de más en el recorrido, llegamos a Sucre. Un pintor y sus cuadros sin comprador reflejan la situación que anuncian las alertas escritas en el piso, “peligro”.
En esta ruta de peculiares letreros de “zona de resaltos” pagamos $20.400 entre los tres peajes, lo que multiplicado por los cerca de 1.600 vehículos de esa categoría que en promedio transitan por día en ese trayecto representaría unos $32 millones. Sin contar las tarifas de las tractomulas, que son de las más caras de Latinoamérica.
El Código Nacional de Tránsito aclara que la instalación de señales de resaltos no significa que las autoridades pueden omitir el deber de reparar los daños, sino que es una oportunidad para valorar la peligrosidad de la zona.
En la vía entre Barranquilla y Ovejas hay regados pedazos de cielo e infierno. Tramos en los que los carros parecen volar sobre asfalto plano y bien acabado. Kilómetros bombardeados. Caos y tranquilidad sobre un mismo trayecto.

El negocio lechero en Puerto Giraldo
De lunes a domingo un grupo de más de 15 campesinos se reúne entre las 6 y las 8 de la mañana en la polvorienta entrada de Puerto Giraldo, a un lado de la Vía Oriental, para esperar a los tres empleados de Coomulticán que recogen en esa corregimiento buena parte de los 1.870 litros de leche que llevan a diario a la planta de Coolechera, en Candelaria.
En las cantinas pequeñas envasan 20 litros y en las grandes 40. Por cada litro les pagan $900. Heberto Muñoz, de 46 años, dice que ordeñar una vaca toma mínimo 50 minutos, y que si es que “sale buena” pueden sacarle hasta ocho litros. El tramo de la vía a la altura de esta población está en buenas condiciones, pero los lecheros reclaman la instalación de cámaras de seguridad en la zona, para evitar accidentes como el que se registró hace unos seis meses: un hombre de 60 años fue arrollado por un vehículo, cuando se dirigía a ordeñar.
Venta de verduras al filo de la troncal
Sol Muñoz Carrillo tiene nervios de acero. Vende verduras y legumbres al filo de la Vía Oriental. Las tractomulas casi que le zumban en el oído. Pasan a prisa por detrás de su mecedora, a una velocidad de más de 80 kilómetros por hora. Dice que se pone al borde de la línea blanca para que puedan verla. Tiene 66 años y su ventorrillo de palma y palos aparece de la nada en el camino de los viajeros, que se detienen a comprarle maíz, batata, cebolla o fríjol. “Aquí llega todo tipo de clientes, hasta gringos, porque yo les vendo más barato que en Barranquilla. Allá pesan lo que venden, yo no, y hasta les doy ñapa”, comenta la viuda y madre de 12 hijos, que recorre cerca de tres kilómetros diarios en un carro de mula para llegar al negocio que tiene hace 40 años en el tramo que conduce de Puerto Giraldo a Bohórquez.
La llantería más popular de Bohórquez
Edwin Balasnoa y los vecinos de la llantería que tiene desde hace 20 años en la Vía Oriental, a la altura del corregimiento de Bohórquez, dicen que se oponen a la ampliación de la carretera porque los obligaría a desmontar sus puestos de trabajo. El de Baslasnoa es el taller más popular en el tramo entre Campo de la Cruz y Calamar, porque ofrece servicio las 24 horas. Gana $150.000 diarios. “Rescatamos a los choferes que quedan varados por las llantas pinchadas, vienen de todos los tipos”, explica el hombre de 43 años. En este tramo la carretera no tiene sobresaltos, pero la petición de los moradores de la zona es que ubiquen reductores de velocidad y también piden una cámara de detección electrónica, para que los conductores de los vehículos estén obligados a tener que ir un poco más lento.
La galería al aire libre a la altura de Ovejas
En el taller de Jorge Osorio, de 46 años, están expuestas más de 25 obras de cinco pintores de Ovejas. La que era considerada como una próspera galería al aire libre ya no goza del mismo éxito de hace un par de años, a causa de la falta de clientes. Osorio reconoce que si bien todavía venden uno que otro cuadro diario, lo que reciben no alcanza para mucho. “Creemos en el arte, pero estamos en crisis. Las cosas han cambiado, como aquí no hay huecos la gente no se detiene y pasa sin mirar los cuadros”, comenta el artista empírico que ocupa en promedio cuatro días en diseñar cada cuadro. Sus pinceles no están secos. Aún guarda unos cuantos frascos de pintura con los que tanto él como los otros cuatro miembros de su equipo esperan poder seguir impulsando el oficio que aman.
Las hamacas de San Jacinto en la orilla de la Oriental
Ligia Plata, de 63 años, lleva media vida tejiendo hamacas. Nació en San Jacinto y aprendió a usar los telares cuando era pequeña. Sabe diferenciar entre los hilos “buenos” y los “malos” sin necesidad de tocarlos. Dice que la calidad se nota y que sin una fibra resistente no puede armar una “hamaca grande”, como las que usan los abuelos de su pueblo. Asegura que antes la visitaban muchos turistas para comprar artesanías, sombreros y abarcas, pero que desde hace dos años los daños de la vía a la altura de los municipios vecinos han afectado su venta, porque los conductores intentan recuperar el tiempo perdido en las otras zonas, al avanzar rápido por el corredor artesanal de su Municipio, en donde funcionan nueve almacenes similares a lado y lado de la carretera.
Las dos caras de los guías viales
En las obras entre Puerto Giraldo y Carreto tres mujeres regulan el tráfico. Ganan un salario mínimo y están contratadas por Valorcon. Ana Lara es una de ellas. Tiene casco, chaleco reflector, guantes y botas, y labora por turnos. Contrario a la forma como ella trabaja, una cuadrilla de hombres, en chancletas y bermudas, procura evitar que los vehículos caigan por el precipicio que hace tres años se formó antes de llegar a El Carmen de Bolívar. Son voluntarios. Si les va bien recaudan $210.000 al mes. Les llaman ‘paleteros’. Ellos dicen que han salvado más de una vida.
Texto publicado en el diario El Heraldo el 21 de septiembre de 2014. Barranquilla, Colombia.

lunes, 27 de octubre de 2014

El amargo negocio del aceite de tiburón

En Tasajera, pescadores artesanales capturan ejemplares de la especie, a pesar de las normas que lo prohíben


Decenas de botellas cuelgan de los techos de quioscos maltrechos a los lados de la vía Barranquilla - Ciénaga, a 300 metros del peaje de Tasajera. La mezcla parece miel, pero el negocio que se esconde tras su preparación es amargo. En la vía hay cinco ventas de aceite de tiburón.

Buena parte de los cerca 5.000 habitantes del corregimiento de Tasajera se dedica a la pesca y la venta. Abren sus quioscos a las siete de la mañana y los cierran a las 10 de la noche. Dicen que apenas ganan para la comida y que su rutina  es una esclavitud. 

Para obtener los 300 mililitros de aceite que contiene cada botella, vendedores como Esmeralda Acosta ponen al fuego pedazos de hígado de tiburón con un poco de agua. 

Conseguirlo es fácil, solo tienen que acercarse al Mercado de la Ciénaga Grande, en la entrada a Tasajera, donde entre las siete y las once de la mañana comienza la venta de tiburones y rayas.

Bertunio Acosta es uno de los comerciantes de hígado de tiburón. Tiene 51 años, durante dos décadas se dedicó a la pesca. Se retiró porque vender es más rentable. 

La faena comienza a las 3:30 de la mañana. Las canoas salen desde la orilla del mercado, cruzan la ciénaga hasta llegar al mar, por debajo del canal que hay en la carretera entre los kilómetros 21 y 24.

Desde la vía se ven los cambuches de palo y plástico en los que se refugian los pescadores al mediodía, luego de la primera jornada. Acosta dice que a los tiburones los capturan a 27 brazas, es decir a unos 50 metros de profundidad.

En un día malo cada pareja de pescadores artesanales puede capturar una raya y una cría de tiburón tollo, una de las especies comunes en la zona, cuyo tamaño no supera los dos pies, lo que equivale a unos 55 centímetros. Habitan entre los 100 y los 2.000 metros, lo justo para que los capturen con palangre, un cordel metálico grueso del que penden entre 8 y 12 anzuelos.

Cuando terminan la travesía en alta mar amarran las lanchas a unos troncos clavados en la orilla, montan los tiburones y pescados en las canoas para que sus ayudantes los lleven directo al mercado antes de que se descompongan. 

Antes de tirarlos en el lavadero les cortan las aletas, la mayoría de las veces lo hacen dentro de las canoas, para “asegurarlas”, porque son las más costosas. Por unas grandes pueden cobrar hasta $250.000. Algunas las usan para preparar sopa, luego de quitarles la piel y secarlas, y los médicos alternativos las buscan para emplear su cartílago en tratamientos contra la artritis.

La sangre se escurre sobre las 13 filas de mesas que hay en el mercado. José Blanco Gutiérrez es el recaudador, dice que los pescadores no pagan una tarifa estable por el uso de la plaza. Depende de cómo les vaya, la mayoría paga $1.000 por día.

El precio del hígado de tiburón varía de acuerdo al tamaño. No los pesan. Esmeralda cuenta que el cálculo es “al ojo”.
Uno grande puede llegar a costar hasta $75.000. Los pequeños no los venden solos, reúnen varios para sumar los $25.000. 

La vendedora dice que el negocio viene desde hace mas de 10 años, y que de un hígado grande le pueden salir hasta 20 botellas, que representan unos 6.000 mililitros. Cada una la vende a $10.000, es decir que invierte $75.000 y recupera $200.000. En otros quioscos las venden hasta en $35.000.

Los mayores compradores del aceite son los conductores de las tractomulas que recorren esa ruta. Los vendedores aseguran que es medicinal. Y un estudio del Centro de Investigación Biomédica de la Obesidad y la Nutrición de España concluyó que el alto contenido de escualeno que tiene el hígado de tiburón es “benéfico para la salud”. 

El escualeno es un compuesto orgánico natural perseguido por los comerciantes de la industria farmacéutica para la elaboración de adyuvantes inmunitarios, por ser un estimulante del sistema. Lo emplean en algunos tipos de vacunas contra la gripe y el paludismo.

En Tasajera los vendedores no  mezclan el aceite con preservativos, como en la versión industrial. Dicen que no es necesario refrigerarlo y que una botella puede durar hasta dos años a temperatura ambiente. Se lo toman por cucharadas.

“Compro el hígado crudo, lo estrujo y lo pongo en el fogón. Le echo agua, espero que empiece a soltar el aceite a medida que se seca y lo voy sacando para que se asiente en una olla. Al día siguiente lo envaso, el proceso dura dos días”, explica Esmeralda.

David Rodríguez, otro vendedor, dice que se lo dan a los niños con cola granulada para que no les de tos. El olor es fuerte. La textura  viscosa. Le ponen ajo, limón y sal para poder tomarlo.

Por día venden entre una y seis botellas.  La mejor temporada es la de invierno, “porque a la gente le da más gripe”.

No desperdician nada. Cocinan la pulpa. Venden el cartílago para hacer cápsulas, y dicen que hay esteticistas que vienen de Bogotá a comprarlo para tratamientos anti estrías. 

 Aunque Colombia cuenta con un Plan de Acción Nacional para la Conservación y Manejo de Tiburones, Rayas y Quimeras, PAN Tiburones Colombia, que establece que el Estado planificará el aprovechamiento de los recursos naturales para garantizar su conservación, en casos como el de Tasajera no la ley no se cumple.

El decreto por medio del cual el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural adoptó el PAN tiburones es el 1124 del 31 de mayo de 2013, y se basa en la ley 13 de 1990, que reconoció a los tiburones como recurso pesquero, pero esa norma prohibe procesar, comercializar o transportar productos pesqueros que no cumplan con las tallas mínimas establecidas, como los tollos que capturan para sacarles el hígado y preparar el aceite. Una persecución amarga y dolorosa en la que el afectado es el ecosistema.

Texto publicado el 26 de octubre en el diario El Heraldo. Barranquilla, Colombia.

jueves, 23 de octubre de 2014

El ‘medidor’ del río cumple el deseo de reconstruir su casa

Un empresario barranquillero recuperó la vivienda de Gaspar Pino, el vigía del Magdalena


Cincuenta bolsas de cemento y una tonelada de arena le devolvieron la alegría a Gaspar Pino. El voluntario que mide el caudal del río Magdalena desde hace 10 años en la estación del Ideam en San Pedrito cumplió el deseo de reconstruir su casa, que quedó en ruinas por la ola invernal del 2010.
Hace cuatro años que vivía entre paredes cuarteadas y bajo un techo roto. Su familia no tuvo más remedio que mudarse, como la mayoría de los 92.000 damnificados que dejó la abertura de un boquete de 214 metros sobre la carretera que comunica a Santa Lucía con Calamar, Bolívar.
Su casa, en el centro de Santa Lucía, quedó bajo el agua durante más de 20 días, por la fuerza con la que la corriente del Canal del Dique arremetió el 30 de noviembre de 2010 en el sur del Atlántico.
El ‘medidor’ del río quedó solo. Apenas con un mecedor en la sala de la vieja vivienda. Sus hijos pagaban $120.000 de arriendo en un rancho a dos cuadras, teniendo casa propia.
El 31 de julio EL HERALDO publicó la historia. Contó que a Gaspar se le estaba cayendo la casa a pedazos. Tres días después un empresario barranquillero le ofreció ayuda.
“Me dijo que hiciera un presupuesto y nos reuniéramos. No lo podía creer. Fue como un milagro. Sin él no habría podido levantar mi casita, porque ¿cuándo iba yo a juntar toda la plata para arreglarla?”, explica Pino.
A los 14 días comenzó la obra. El donante, al que Gaspar bautizó como “Jesús”, y que prefirió mantener su identidad en secreto, le entregó el dinero para comprar los materiales.
La primera etapa del trabajo fue del 14 y el 28 de agosto. Pino contrató a un maestro de obra para la construcción de nueve columnas de concreto como soporte de la casa.
Demolieron una pared que estaba atravesada por una grieta de cinco centímetros de ancho. Cambiaron la orientación del techo, pasó de ser estilo “rancho” a de “dos aguas”.
Reforzaron la estructura con tubos galvanizados. Remodelaron la fachada, instalaron dos ventanas y una puerta de aluminio, blancas, como las soñaba Bertha Felipa Villa, la esposa de Gaspar.
Durante el tiempo que lleva voluntario del Ideam nunca  ha recibido ayuda. Es incrédulo, no “come de cuentos”, pero su relación con “Jesús” le demostró que todos los problemas tienen solución.
“Ya está casi lista, vamos a tener una Navidad sin goteras  y con la familia reunida”, cuenta.
El amor que le juró a Bertha Felipa hace 45 años en la iglesia de Santa Lucía, su municipio natal, no ha muerto. Pese a que el mal estado de la casa los obligó a separarse mientras encontraban cómo repararla, dice que “más temprano que tarde Dios hizo su obra”.
Los vecinos de la calle 13 con carrera 7, en el barrio Pueblo Nuevo, están de fiesta. Celebran la reparación de la vivienda de Pino. Dicen que no se trata de caridad, sino de una recompensa  “más que merecida” por la labor que desempeña sin recibir ni un peso.
Sobre el empresario con el que se reunió cuatro veces en el norte de Barranquilla cuenta poco. Dice que es alto y de ojos claros. Pino es fiel a su palabra, se niega a revelar cuánto recibió para el desarrollo de las obras que encendieron la esperanza en su familia.
“Para mí es un ángel, no sé cómo más explicar. Alguien capaz de compartir con quien lo necesita no tiene otro nombre”, sostiene.
Llegar a la sede de monitoreo le toma 25 minutos. Lo hace en moto. Gilberto Altamar, uno de sus tíos, fue quien le enseñó el oficio. Asegura que ama su trabajo, aunque no le represente ingresos. Sobrevive con lo poco que sus hijos -Gaspar, William, Mariela, Odette, Roquelina y Usaris- le dan para la comida.
Antes de ser medidor trabajó sembrando yuca. Construyó su casa en 1983. No la abandonó por miedo de que “malandros” la invadieran.
Los acabados de la estructura los hizo con la ayuda de su yerno, Luis Castro. Solo le falta pintar. Dice que lo hará pronto, porque “Jesús” hizo el trabajo completo y le mandó la ayuda con “ñapa”, hasta para ponerle color . En diciembre su familia volverá a reunirse, ahora sin pesares ni goteras.
Texto publicado el 22 de octubre de 2014 en el diario EL HERALDO. Barranquilla, Colombia.

domingo, 19 de octubre de 2014

El funeral de los 11 indígenas wiwas será con ataúdes

 Durante cuatro días esperaron la caída de otro rayo que “recogiera” a los muertos. Los rituales de despedida han sido bajo la lluvia.


Santa Marta. Los indígenas wiwas no están acostumbrados a usar ataúdes en los sepelios, no hace parte de sus tradiciones. No comparten la idea de “encerrar” los cuerpos dentro de cajones de madera, prefieren entregarlos a la naturaleza envueltos en telas blancas para que vuelvan a mezclarse con la tierra.
Pero como no ha llegado el rayo que desde hace cuatro días esperan que “recoja” a los 11 hermanos que murieron el pasado lunes en una maloka de Kemakumake, el mamo Ramón Gil Barros pidió ayer ataúdes y apoyo al Gobierno para despedirlos. Los cuerpos están descomponiéndose. Las autoridades del cabildo no permiten que nadie los toque y restringieron el acceso a la zona.
Dicen que ellos son parte de la Sierra Nevada, tanto como los árboles y los animales, y que cuando un miembro del resguardo muere a causa de un fenómeno natural es sepultado en el lugar de los hechos.
Lorenzo Gil Gil, líder wiwa y estudiante de tercer semestre de sociología de la Universidad Externado de Colombia, explica que cuando la naturaleza “selecciona” a un indígena deben dejar que se lo “lleve”; que si alguno se ahoga en el río Guachaca lo sepultan en la orilla de la cuenca, y si muere en un derrumbe, como el del martes, deben enterrarlo allí.
A las siete de la mañana de ayer comenzó el traslado de los 11 ataúdes hasta Kemakumake, en un helicóptero de la Policía Nacional. Los compró la Alcaldía de Santa Marta, la inversión fue de $6.000.000, según el reporte oficial.


Es tanto el temor de la comunidad por  las tormentas de los últimos dos días en la zona montañosa de la cuenca del río Guachaca, que los 14 indígenas que viajaron el miércoles desde Valledupar para participar en los rituales de despedida tuvieron que devolverse en un helicóptero de la Policía para evitar accidentes.
El gobernador del cabildo wiwa, Víctor Loperena, asegura que los cuerpos fueron ubicados desde el miércoles por la mañana junto a la maloka en la que ocurrió la tragedia, y que permanecen cubiertos con telas blancas. Los líderes marcarán los ataúdes para poder identificar los cuerpos, entre los cuales están los de cuatro mamos.
Miembros del resguardo como Lorenzo Malo Barros, de 23 años, dicen que aunque el uso de los ataúdes va en contra de sus tradiciones, la situación lo amerita, ya que no han recibido una “respuesta” de la naturaleza.

En medio de la lluvia, Kemakumake despide a sus hermanos


Para los wiwas la de ayer no fue una tarde cualquiera. No todos los días se preparan para despedir a 11 miembros de su resguardo. Entre ellos el dolor no ha sido tan fulminante como la caída del rayo, que el pasado lunes acabó con la vida de sus hermanos. La resignación de tener que devolverlos a la tierra envueltos en sábanas blancas los mantiene cabizbajos.
En El Encanto, la población wiwa más cercana al lugar de la tragedia, Kemakumake, ayer no había casi nadie. La mayoría de sus habitantes emprendió una travesía de más de cuatro horas por la Sierra Nevada para llegar a tiempo a darle el último adiós a los cuatro mamos y siete miembros del resguardo que “cerraron los ojos para siempre”.
José Miguel Simungama, tío de Awimahv Gil, una de las víctimas, no fue al ritual de sepultura. Dijo que su comunidad estaba a la espera de otra señal de la naturaleza que confirmara que los suyos están en paz, y que las autoridades le habían encomendado la tarea de recibir a los familiares que venían desde los pueblos wiwas de la Sierra cerca de Valledupar y de toda la cuenca del río Guachaca.
Restregando su poporo, objeto de tradición hecho en totumo, sentado sobre un tronco en la entrada de El Encanto, el indígena de 25 años explicó que la caída de otra descarga eléctrica en medio de la tormenta que se registró ayer sobre la espesa zona montañosa sería la respuesta que esperaban las autoridades del cabildo para despedir a sus familiares.

La sepultura de los once cuerpos comenzó después de las tres de la tarde, según informó Simongama. No acostumbran a aplazar este tipo de rituales. Llueva, truene o relampaguee siguen  con sus planes.  El grupo de 14 indígenas que no pudo llegar desde la mañana a Kemakumake en el helicóptero que dispuso la Primera División del Ejército subió a la Sierra caminando. Algunos dejaron sus pertenencias en El Encanto, población que tiene la denominación de sitio sagrado Gotxhi.
El emotivo funeral de los wiwas se habría realizado según las normas del resguardo para los casos en los que los miembros mueren a causa del impacto de los rayos, que consiste en cavar tumbas de más de dos metros de profundidad sobre la tierra junto al lugar en el que murieron y “devolver” los cuerpos envueltos en telas blancas, que simbolizan la paz.
Con la mirada perdida y una tristeza inconsolable, una de las hijas de José María Moscote Gil, líder de los wiwa y encargado del puesto de salud de El Encanto, lamentó no haber podido asistir al rito ceremonial en el que darían el último adiós a su padre. Una fuerte tormenta le impidió caminar las cerca de cuatro horas que toma subir hasta kemakumake.
“Antes no le temíamos a los rayos, pero desde que pasó esta tragedia y perdimos a nuestros hermanos no es lo mismo. Vivimos para escuchar a la naturaleza y protegerla”, dijo Simungama.

El gobernador del cabildo wiwa, Víctor Loperena, había anunciado que desde la mañana de ayer ante oficiales del Ejército de Santa Marta que por tierra o por aire llegarían al sepelio de los mamos Narciso Simungama Mojica, delegado del resguardo de Umake, y Juan Ramón Gil Mojica, así como de Daniel Gil Mojica, Juan Gil Pinto, Manuel Sauna, José Domingo Zarabata Moscote y Mariano Sauna Gil.
Por los pantanosos caminos que hay que atravesar para llegar hasta El Encanto, donde funciona el colegio Zalemakú Sertuga y el comedor escolar de los wiwas en los que reciben clases y se alimentan cerca de 300 niños indígenas, ayer hizo más frío que de costumbre, “las nubes lloran”, decían los indígenas mientras los truenos se escuchaban cada vez más cerca.
Apenas unos seis indígenas merodean el resguardo, ninguno ríe. Están de luto. Dicen que sienten dolor, pero también paz. La neblina empaña el paisaje. Indígenas como Julio Malo aseguran que con la despedida de sus hermanos el panorama no podría ser más gris.


sábado, 18 de octubre de 2014

La casa de Gaspar, el que ‘mide’ el río, se cae a pedazos

Gaspar Pino es el observador voluntario del Ideam que reseña el nivel del agua desde hace 10 años, reclama ayuda del Gobierno Nacional para reparar su vivienda, afectada por la inundación de 2010 en Santa Lucía





Gaspar Emilio Pino Martínez y Bertha Felipa Villa Villa se juraron amor eterno hace 45 años en la iglesia de Santa Lucía, su municipio natal. Nunca se habían separado por más de un par de días, hasta que la casa en la que criaron a sus seis hijos se anegó, durante la temporada invernal del 2010.
Este hombre de 66 años lleva más de una década como voluntario encargado de medir dos veces por día el nivel del río Magdalena, en la estación del Ideam situada en San Pedrito, jurisdicción de Suán.
No recibe un peso por trasladarse desde su vivienda, ubicada en la calle 13 número 7-38, en el barrio Pueblo Nuevo, hasta la sede de monitoreo. Llegar allá le toma cerca de 25 minutos en la moto marca Sigma modelo 2008 que maneja hace siete años. Cuenta que cuando iba en bicicleta salía una hora antes, para poder apuntar la medida precisa a las seis de la mañana y de la tarde.
Un sueño de toda la vida. El oficio lo aprendió de su tío, Gilberto Altamar González, a quien cuando era joven le asignaron una caseta de medición. Asegura que ama su trabajo, aunque no le represente ingresos. Sobrevive con lo poco que sus hijos -Gaspar, William, Mariela, Odette, Roquelina y Usaris- le dan “para la comida”.
Antes de ser observador hidrometeorológico se ganaba el sustento sembrando yuca, auyama, melón, patilla, fríjol y maíz en las fincas cercanas. Con los ahorros de varios meses dedicados a la agricultura, levantó en 1983 las paredes de la humilde vivienda que recuperó cuando “pasó la inundación”. Pero el deterioro que provocó la humedad obligó a su familia a mudarse.
En la casa de muros cuarteados y techo roto ya no hay muebles. Un solo mecedor sigue en la sala, junto a la moto Gaspar. El “medidor”, como lo llaman sus vecinos, duerme solo. Por  temor a que la casa se les “venga encima”, decidió llevar a su mujer y dos de sus hijos a vivir en el Barrio Abajo, en la calle 10 entre carreras 7 y 8.
El pesar de abandonar el hogar que tanto le costó construir, y el miedo de que los “malandros” lo invadan, ha evitado que se vaya con los suyos. Teniendo casa propia, pagan $120.000 mensuales por el arriendo de la otra vivienda, con tal de sentirse seguros.


“Me gustaría que me ayuden a reparar mi casa, solo necesito materiales de construcción para que no se me caiga”, dice Pino, quien en una caja de cartón atesora las libretas de registro de los niveles del agua que el Ideam le entrega periódicamente.
El agua se llevó todo. Un ventilador de aspas azules aplaca el calor en la habitación de Gaspar. No hay puerta, solo una pequeña cama cubierta por delgadas sábanas de color pastel.
Es uno de los 92.000 damnificados por la fuerza con la que las aguas del Canal del Dique arremetieron el 30 de noviembre de 2010 en cinco municipios del sur del Atlántico, tras la abertura de un boquete de 214 metros sobre la carretera que comunica a Santa Lucía con Calamar, Bolívar.
Luego de la inundación en su casa apenas se lograba ver el techo, según señala, ya que los cerca de 1.700 metros cúbicos de agua del río Magdalena que entraron por segundo a través del boquete cubrieron todos los predios de su vecindario, como ocurrió también en Campo de la Cruz, Manatí, Candelaria y Repelón.
Gaspar sigue haciendo su misión voluntaria solo con la ayuda de un lápiz, papel y miras milimétricas, con las que identifica el nivel de las aguas. En mayo de 2013, el Ideam invirtió $44.000.000 en la rehabilitación de la estación donde trabaja, proceso que realizaron en las otras 23 sedes de control.
La dotación tecnológica con la que cuenta  San Pedrito solo es utilizada por expertos en ingeniería, que calculan la velocidad de las corrientes.
“La regla no falla. Ella es clara y muestra la verdad”, comenta Pino, mientras se quita los lentes para secarse el sudor de la frente.
No le interesa ser reubicado en alguna de las casas prefabricadas entregadas por el Gobierno Nacional, solo desea que su casa vuelva a ser verde menta, como antes, y que el dibujo del conejo amarillo que cuelga sobre la pared de la sala vuelva a tener su sofá debajo.
“No tengo nada ahora mismo. Estoy solo desde que se secó el agua. Un hijo mío, que es profesor, a duras penas puede ayudarme. Me tocará seguir pagando arriendo hasta que Dios quiera”, remata con la mirada perdida entre las ventanas sin cristal de la fachada.
Una profunda grieta recorre el centro de la vivienda, levantó la débil capa de pintura blanca que recubre los bloques de cemento, y amenaza con convertirse en un boquete que dejará al descubierto la tristeza que consume al moreno nacido el 6 de marzo de 1948.
Todavía recuerda el mes en el que se ‘sumergió’ en la misión de observar, fue en julio. Aprendió esto hace unos cuarenta y pico de años, su tío atendía cuando el Ideam tenía otro nombre. Dos crecientes han pasado sin que reciba auxilio, “pasó la de 1984 y no recibí nada, y luego la del 2010 y tampoco. Al principio, cuando esto se empezó a secar, nos dijeron que nos iban a pagar arriendo y nos iban a dar una ayudita. No soy ingrato, no me quiero ir, sino componerla”, remata el miembro del cabildo cimarrón en el que sobrellevan las penas al son de los cantos.

Texto publicado el 31 de julio de 2014 en el diario EL HERALDO. Barranquilla, Colombia.

domingo, 5 de octubre de 2014

El negocio del alquiler de carretillas



En el mercado de Barranquillita las ofrecen por $4.000 el día. Ya los carretilleros no las arman en sus casas, como solían hacerlo




Desde las dos de la mañana, Hernando Soto y otros 20 cargadores de bultos hacen fila afuera del parqueadero Los Compadres, en la polvorienta cuadra de la parte de atrás de la Cervecería Águila, para alquilar una de las 70 carretillas de ‘El propio Nil’.

Por mediodía de alquiler pagan $3.000. Cada uno gana en promedio $10.000 en cada ‘carrera’. La mayoría de los ‘viajes’ que hacen van desde la plaza de El Boliche hasta el Paseo Bolívar. Dicen que si les toca llevar mandarinas salen premiados, porque en el camino aprovechan y se comen unas cuantas.

El dueño de la flota es Nilson Muñoz. Tiene 47 años. Su negocio comenzó en 1988, cuando se aburrió de vender pescado y armó su primera carretilla. A los pocos días una tractomula la destrozó en un accidente. El conductor le pagó los daños y con ese dinero armó dos carretillas nuevas. Trabajaba con una y alquilaba la otra.

Durante los primeros meses ahorró el dinero que le pagaban por el alquiler, que en esa época no superaba los $1.000 diarios.

El pequeño “emporio” de carruajes de palo fue creciendo poco a poco. Cuando llegó a tener las primeras 10 carretillas, hace ocho años, el tamaño del patio de la casa en la que vivía con su familia en el barrio Don Bosco dejó de ser suficiente, entonces se mudó a un parqueadero junto al caño de Barranquillita, una de las principales zonas de descargue de abarrotes de la ciudad, en la ribera del Magdalena.

En el parqueadero hoy tiene una sierra eléctrica para cortar la madera con la que fabrican las carretillas. Los trabajadores las ensamblan sobre el piso de arena del patio. La estructura de cada una está compuesta por una fila de varillas que lleva por debajo, cuatro llantas con ocho balineras y una cabrilla.

En un día bueno este emperador de las carretillas gana hasta $210.000, si alquila las 70. Los mejores son los lunes, miércoles y viernes, porque entra la carga al mercado y los tenderos llegan a Barranquillita para surtir sus negocios.

La administradora de esta “empresa de transporte con balineras” es Ana Lucía Cruz,  la esposa de Nil. Tiene 55 años. Es la reina, la que manda. No tiene trono, solo un viejo taburete en el que se acomoda para trabajar. Ambos son junioristas, por eso pintaron las carretillas con los colores del equipo, rojo y blanco.

La mayoría de los carretilleros que se dedican al transporte de frutas y verduras en Barranquillita no recogen tablas en la calle para armar sus carros, sino que las alquilan, contrario a lo que piensan ciudadanos como Carlos Salcedo, quien pasaba por el sector para comprar aguacates.

El negocio es redondo. Muñoz no se mueve de su casa, los cargadores llegan hasta su mesón de madera para que los anote en la planilla y les permita llevarse una de las carretillas marcadas con números blancos. Su flota completa cuesta unos $21 millones.

La inversión en los materiales para construir una es de $300.000. Dice que lo hace con madera legal que compra en un aserradero en el centro de la ciudad y que por eso le salen buenas. La vida útil de una a la que le den uso diario de lunes a viernes puede extenderse hasta el año y medio, si no la exponen a la humedad.

La peor temporada del negocio es en invierno. Los carretilleros las meten en los arroyos y les dañan las balineras al tratar de atravesar  charcos con piedras y escombros.

En la reparación de cada carretilla, Muñoz puede gastar entre $30.000 y $70.000. Renueva la flota cada ocho meses. “Mete” nuevas cada vez que puede. No quiere perder su título. Se resiste a dejar de ser el ‘zar’ del sector.

A todo le saca partido. Es un negociante de pies a cabeza. Cobra $700 por el uso del baño, porque “los carretilleros también necesitan asearse”. Vende pavos. Guarda cargas de papa, y deja que vendedores de arroz de lisa como Dairo Ramírez acomoden sus instrumentos en el parqueadero a cambio de $2.000 diarios.

Un solo bombillo alumbra el enorme patio que los carretilleros recorren para elegir su “nave”entre las 2:30 y las 3:15 de la madrugada. A la salida Muñoz les dice el número de la que se llevan y anota la hora a la que planean regresar.

Hernando Soto es uno de los más veteranos. Tiene 10 hijos y 58 años. Le dicen ‘Galapa’. Trabaja en Barranquillita desde los 13 años. Transporta piña, melón y papaya. Dice que “los ricos ya están completos”, y que se dedica a este oficio porque le alcanza para vivir bien.

Se toma un tinto antes de salir. Aquí no hay patrones. Nadie manda a nadie. Cada uno es dueño de su tiempo y elige qué ruta coger, eso sí, con el compromiso de devolver la carretilla.

Muñoz no le alquila a desconocidos. Tuvo malas experiencias. Una vez le entregó una de sus “consentidas” a un muchacho nuevo y este llegó con el cuento de que se le había perdido. “La encontramos en un patio por allá por la zona a la que le dicen Los Plátanos. Le dijimos al tipo que de aquí no salía si no la devolvía”, cuenta su esposa.

Los peores días son los martes, jueves y sábados, porque “no salen todos los carretilleros a vender”, entonces el alquiler baja de 50 a 35 carretillas.

Algunos cobran incluso el doble de la tarifa mínima de  la carrera en taxi. Dicen que todo es relativo, que el precio lo fijan según el peso de la carga.

Por trasladar cada caja de mandarina cobran $500, es decir que por llevar 20 cajas piden $10.000. Si son bultos de auyama son $2.000. No regatean. No dan rebaja.

En un día bueno Jordis Corrales Gutiérrez, de 18 años, se gana hasta $95.000. Trabaja tres días a la semana. Al mes puede recoger hasta $1.140.000. En las peores temporadas regresa a su casa, en Palermo, con $30.000. Claro que hay veces en los que solo recupera los $1.700 que cuesta el pasaje de bus.

Los domingos abren a las cinco de la mañana y los días que no son de plaza, martes, jueves y sábado, a las tres. Pero sin excepción cierran a las seis de la tarde. “A esa hora bajo la estera y se pueden cansar tocando que no abro”.

Del recaudo se encarga Ana Lucía. Hay días en los que los carretilleros no quieren pagar, según Muñoz, entonces les advierten del cobro de intereses, que serían otros $1.000 por día.

En este emporio sin guardianes el líder madruga y se ensucia las manos. Abre la oxidada reja de su reino repleto de carruajes de palo antes de amanecer. Toma tinto y se describe como ‘El Propio’ que con gorra y tenis creó su propia flota carretillas.

Texto publicado el 5 de octubre de 2014 en el diario EL HERALDO. Barranquilla, Colombia.