sábado, 18 de octubre de 2014

La casa de Gaspar, el que ‘mide’ el río, se cae a pedazos

Gaspar Pino es el observador voluntario del Ideam que reseña el nivel del agua desde hace 10 años, reclama ayuda del Gobierno Nacional para reparar su vivienda, afectada por la inundación de 2010 en Santa Lucía





Gaspar Emilio Pino Martínez y Bertha Felipa Villa Villa se juraron amor eterno hace 45 años en la iglesia de Santa Lucía, su municipio natal. Nunca se habían separado por más de un par de días, hasta que la casa en la que criaron a sus seis hijos se anegó, durante la temporada invernal del 2010.
Este hombre de 66 años lleva más de una década como voluntario encargado de medir dos veces por día el nivel del río Magdalena, en la estación del Ideam situada en San Pedrito, jurisdicción de Suán.
No recibe un peso por trasladarse desde su vivienda, ubicada en la calle 13 número 7-38, en el barrio Pueblo Nuevo, hasta la sede de monitoreo. Llegar allá le toma cerca de 25 minutos en la moto marca Sigma modelo 2008 que maneja hace siete años. Cuenta que cuando iba en bicicleta salía una hora antes, para poder apuntar la medida precisa a las seis de la mañana y de la tarde.
Un sueño de toda la vida. El oficio lo aprendió de su tío, Gilberto Altamar González, a quien cuando era joven le asignaron una caseta de medición. Asegura que ama su trabajo, aunque no le represente ingresos. Sobrevive con lo poco que sus hijos -Gaspar, William, Mariela, Odette, Roquelina y Usaris- le dan “para la comida”.
Antes de ser observador hidrometeorológico se ganaba el sustento sembrando yuca, auyama, melón, patilla, fríjol y maíz en las fincas cercanas. Con los ahorros de varios meses dedicados a la agricultura, levantó en 1983 las paredes de la humilde vivienda que recuperó cuando “pasó la inundación”. Pero el deterioro que provocó la humedad obligó a su familia a mudarse.
En la casa de muros cuarteados y techo roto ya no hay muebles. Un solo mecedor sigue en la sala, junto a la moto Gaspar. El “medidor”, como lo llaman sus vecinos, duerme solo. Por  temor a que la casa se les “venga encima”, decidió llevar a su mujer y dos de sus hijos a vivir en el Barrio Abajo, en la calle 10 entre carreras 7 y 8.
El pesar de abandonar el hogar que tanto le costó construir, y el miedo de que los “malandros” lo invadan, ha evitado que se vaya con los suyos. Teniendo casa propia, pagan $120.000 mensuales por el arriendo de la otra vivienda, con tal de sentirse seguros.


“Me gustaría que me ayuden a reparar mi casa, solo necesito materiales de construcción para que no se me caiga”, dice Pino, quien en una caja de cartón atesora las libretas de registro de los niveles del agua que el Ideam le entrega periódicamente.
El agua se llevó todo. Un ventilador de aspas azules aplaca el calor en la habitación de Gaspar. No hay puerta, solo una pequeña cama cubierta por delgadas sábanas de color pastel.
Es uno de los 92.000 damnificados por la fuerza con la que las aguas del Canal del Dique arremetieron el 30 de noviembre de 2010 en cinco municipios del sur del Atlántico, tras la abertura de un boquete de 214 metros sobre la carretera que comunica a Santa Lucía con Calamar, Bolívar.
Luego de la inundación en su casa apenas se lograba ver el techo, según señala, ya que los cerca de 1.700 metros cúbicos de agua del río Magdalena que entraron por segundo a través del boquete cubrieron todos los predios de su vecindario, como ocurrió también en Campo de la Cruz, Manatí, Candelaria y Repelón.
Gaspar sigue haciendo su misión voluntaria solo con la ayuda de un lápiz, papel y miras milimétricas, con las que identifica el nivel de las aguas. En mayo de 2013, el Ideam invirtió $44.000.000 en la rehabilitación de la estación donde trabaja, proceso que realizaron en las otras 23 sedes de control.
La dotación tecnológica con la que cuenta  San Pedrito solo es utilizada por expertos en ingeniería, que calculan la velocidad de las corrientes.
“La regla no falla. Ella es clara y muestra la verdad”, comenta Pino, mientras se quita los lentes para secarse el sudor de la frente.
No le interesa ser reubicado en alguna de las casas prefabricadas entregadas por el Gobierno Nacional, solo desea que su casa vuelva a ser verde menta, como antes, y que el dibujo del conejo amarillo que cuelga sobre la pared de la sala vuelva a tener su sofá debajo.
“No tengo nada ahora mismo. Estoy solo desde que se secó el agua. Un hijo mío, que es profesor, a duras penas puede ayudarme. Me tocará seguir pagando arriendo hasta que Dios quiera”, remata con la mirada perdida entre las ventanas sin cristal de la fachada.
Una profunda grieta recorre el centro de la vivienda, levantó la débil capa de pintura blanca que recubre los bloques de cemento, y amenaza con convertirse en un boquete que dejará al descubierto la tristeza que consume al moreno nacido el 6 de marzo de 1948.
Todavía recuerda el mes en el que se ‘sumergió’ en la misión de observar, fue en julio. Aprendió esto hace unos cuarenta y pico de años, su tío atendía cuando el Ideam tenía otro nombre. Dos crecientes han pasado sin que reciba auxilio, “pasó la de 1984 y no recibí nada, y luego la del 2010 y tampoco. Al principio, cuando esto se empezó a secar, nos dijeron que nos iban a pagar arriendo y nos iban a dar una ayudita. No soy ingrato, no me quiero ir, sino componerla”, remata el miembro del cabildo cimarrón en el que sobrellevan las penas al son de los cantos.

Texto publicado el 31 de julio de 2014 en el diario EL HERALDO. Barranquilla, Colombia.

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